Trenes en marcha


A diario en la estación contemplo escenas con envés, situaciones tras la cuales se adivina una historia cotidiana, pero que también podrían ocultar una historia diferente a la que la primera mirada invita a pensar.

Una pareja que se abraza en el andén durante un rato que puede ser muy largo visto desde afuera, pero muy corto sentido desde dentro, ¿se está despidiendo o reencontrando? ¿Es el abrazo de unos enamorados recientes que lamentan tener que decirse adiós, o quizá es un abrazo de añoranza tras haber pasado mucho tiempo separados?

Alguien que baja del tren con el paso apurado y que se muestra inclemente ante los insistentes quejidos de la maleta que arrastra tras de sí: ¿es un visitante que llega tarde a una cita, o se trata de alguien que vuelve a su hogar después de una larga temporada y se impacienta por regresar cuanto antes a su casa?

Desde mi rol de espectador distante no puedo saberlo. Supongo que es lo que tiene viajar en tren. Sólo puedes contemplar el paisaje a través de uno de los dos lados del vagón y sea cual sea la ventana que escojas te estarás perdiendo el paisaje de la ventana opuesta.

Aunque lo cierto es que yo nunca viajo. Tan solo puedo imaginar cómo es. Veo cómo viajan los demás, y me pregunto desde qué ventana me verán ellos a mí: alguien con ropajes desgastados, que ronda las papeleras, que recoge bolsas, que pasea de aquí para allá en el parking poniendo especial atención en revisar cuántas plazas disponibles hay y en qué lugar se encuentran, ¿un empleado de la estación, tal vez? Podría ser, pero si alguien dirigiese su mirada hacia la ventana opuesta, el paisaje que vería sería otro: el hueco junto a la puerta de un establecimiento comercial abandonado donde se acumulan las pocas pertenencias de quien duerme ahí cada noche, en un saco de dormir ajado, en un rincón desusado de la estación, sobre un lecho improvisado de cartones, cercado por los restos de comida de ese día. Vivir viendo pasar trenes.

En algún momento, alguien calificó de problemática mi situación y se dispuso a poner en práctica lo que consideraba que sería una solución. Puede que no le faltara razón en calificar la situación como problemática, aunque quizá le faltó precisión para identificar a quién afectaba el supuesto problema verdaderamente (bajo mi punto de vista, el principal afectado era yo), y quizá también le faltase acierto para aportar una solución que fuese realmente eficaz. Lo que hizo esa persona, que sin duda era alguien que tenía una vinculación con la gerencia de la estación de tren, fue ordenar la instalación de unas grandes macetas en el hueco junto a la puerta del establecimiento abandonado, de tal manera que no quedase espacio suficiente para acomodar cartones ni saco ni nada. En resumen, lo que consiguió fue alejar una determinada realidad de su campo de visión y empujarla para que fuese a ir a parar a otro campo de visión que no fuese el suyo propio, lo cual en sentido estricto no equivale en modo alguno a solucionar ningún problema, sino únicamente a trasladar el mismo problema a un lugar diferente.

Ahora, los viajeros que contemplan ese paisaje de las macetas mientras atraviesan la estación pueden hacerlo desde la ventana de uno de los lados de su vagón: pensar que es una solución decorativa improvisada para un espacio que no estaba teniendo dedicación. O pueden contemplarlo desde la ventana opuesta y pensar que lo que esconden esas macetas es sencillamente la historia de un desahucio.

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