Habilidades blandas, módulo uno

el
Boys in a class byJulie de Graag (1877-1924). Original from The Rijksmuseum. Digitally enhanced by rawpixel

Habían pasado quince minutos desde que el profesor Ramón comenzara su clase, de los cuales catorce había permanecido de espaldas al aula mientras plasmaba la lección del día sobre la pizarra, y todos sabíamos que era muy poco probable que fuese a soltar la tiza en los cuarenta minutos que quedaban de clase. Desde mi pupitre en la última fila podía ver como la mayoría de mis compañeros ya habían dejado de prestar atención a nuestro maestro y dirigían su interés a otro tipo de actividades. Laura, por ejemplo, hacía dibujitos en su cuaderno. Alberto y Miriam habían sacado un juego de cartas, y ni siquiera se esforzaban en disimular que jugaban una partida. Aurora leía una revista que había ocultado bajo su libro de texto. Para mí, ese golpeteo y esa fricción entre la tiza y la pizarra (tac tac rasss tac) era como un arrullo y me adormecía el sentido. Guille se divertía haciendo bolitas de papel y lanzándoselas a Sergio utilizando un bolígrafo a modo de cerbatana. 

Guille, a quien los profesores describían reiteradamente como un delincuente en potencia en las evaluaciones que enviaban a los padres, evaluaciones a las que aparentemente no se les concedía ninguna importancia en casa de Guille, solía entretenerse con ese tipo de distracciones. 

Sergio, en cambio, siempre recibía calificativos como “ejemplar”, “aplicado” o “trabajador” en los informes del profesorado, el tipo de calificativos que a cualesquiera padres les complace leer en los informes escolares de sus hijos, informes que en el caso de Sergio omitían a su vez otro tipo de datos relevantes, como que era una víctima recurrente de alumnos problemáticos como Guille.

Pero Sergio, para bien o para mal, no era pródigo en palabras, ni siquiera para denunciar situaciones de abuso, aunque tuviese toda la razón de su parte. Había recibido ya un par de impactos, pero seguía resistiendo, tenso en su pupitre, intentando seguir la insoportable lección del profesor Ramón. 

Cuando recibió el tercer impacto, no pudo retener un leve quejido. El profesor detuvo el monocorde golpeteo de su tiza, encaró al aula y preguntó, desafiante, si había ocurrido algo. Sergio no abrió la boca. Nadie lo hizo. Sabíamos que cualquiera que señalase a Guille en un momento así estaría sentenciado, y tendría que vérselas con el delincuente en potencia en el patio, lejos de la vista de cualquier profesor. Ante el mutismo general, el profesor Ramón exigió silencio y continuó garabateando la pizarra. Guille aprovechó para sacar de nuevo su cerbatana. Estaba fabricando nuevos perdigones a base de papel y saliva. Alejé de mi vista la imagen de Guille preparando su munición. Aunque fuese solo un gesto de solidaridad simbólico y estéril, preferí dirigir mi atención hacia Sergio y su resistencia impasible. 

Pero entonces presencié algo que me sacudió de encima el sopor que me había aplastado contra el pupitre desde el inicio de la clase. Sergio sacó de su bolsillo un bolígrafo-cerbatana y lanzó un certero perdigonazo a la nuca del profesor Ramón, con una puntería que era imposible de entender sin imaginar horas y horas de entrenamiento en la soledad de una habitación, una práctica sistemática para no fallar cuando se le presentase la oportunidad. El profesor Ramón se giró, más asombrado que enfadado, y lo que vio fue a Guille sosteniendo su bolígrafo-cerbatana en posición de disparo. Sin dejar tiempo para el intercambio de palabras, caminó hasta el pupitre de Guille, lo cogió del cuello de la camiseta como si fuese un gato indefenso y lo arrastró fuera del aula. Tras ese incidente inesperado, la sinfonía de tiza y pizarra se reanudó sin más interrupciones.

Me fijé en la postura de Sergio: estaba derramado sobre el respaldo de la silla, relajado, saboreando una paz que estaba garantizada hasta el final de la clase, pero no más allá. Yo sabía lo que le esperaba en el patio. 

Cuando sonó el timbre para bajar al recreo, atravesé la muchedumbre que abandonaba el aula, zigzagueando escaleras abajo. Logré alcanzar a Sergio justo antes de salir al exterior y le pedí que me acompañase a la biblioteca. A Guille jamás se le pasaría por la cabeza la idea de entrar en una biblioteca, así que pensé que podíamos usarla como refugio.

Sergio me dijo que no quería esconderse, pero yo insistí en que se quedase en la biblioteca, al menos durante el recreo de ese día. Creo que accedió a mi ruego porque era la primera vez que alguien intentaba ayudarle. A la vez, también me di cuenta de que era la primera vez que yo intentaba proteger a alguien. Hasta ese día siempre me había mantenido al margen de cualquier conflicto, y no eran pocos los conflictos que Guille propiciaba. Siempre me las había arreglado para no tener ningún choque con Guille ni tampoco implicarme en sus asuntos. Pero esa vez le dije a Sergio que intentaría mantener a Guille alejado de la biblioteca en la medida que me fuese posible.

—Si hablas con él puedes darle una pista falsa. Dile que me he querido esconder yendo a la parte de atrás del edificio —propuso Sergio.

La parte de atrás del colegio era una zona muy poco transitada. No quedaba de camino hacia ninguna parte y, por tanto, nadie tenía necesidad de pasar por allí nunca. Consistía básicamente en un sendero mínimo que atravesaba una hierba demasiado crecida. Sin embargo, desde la ventana de la biblioteca había una vista privilegiada de esa zona, así que me pareció una buena idea para tratar de despistar y al mismo tiempo tener vigilado a Guille. 

Dejé a Sergio acomodado en uno de los butacones de lectura, y al poco rato ya me encontraba dando un paseo por el patio, intentando disimular mi actitud vigilante mientras mi atención recorría todos los rincones a la vista.  De pronto, sentí el peso de una mano que se posaba sobre mi hombro y supe, antes incluso de darme la vuelta, que era la mano de Guille. Cuando al fin me decidí a girarme, tras cavilar durante un instante demasiado largo con qué actitud enfrentar la situación, me encontré con Guille, su mirada airada y su rostro moldeado por una mueca ansiosa. Yo hubiese querido parecer distraído, indiferente, sumergido en la plácida intrascendencia de un paseo casual y no dar la impresión de estar siguiendo una estrategia orquestada de forma clandestina; pero en realidad me sentía ridículamente subyugado e incapaz de encubrir mi aura de completo impostor. De todos modos, tampoco importó, porque no era yo en quien Guille deseaba concentrar su atención. 

—¿Has visto a Sergio? —preguntó, sin ni siquiera mirarme.

Le respondí que no sabía dónde estaba, pero que me había parecido verlo fugazmente mientras se encaminaba a la parte trasera del edificio. Guille dirigió su mirada hacia la esquina del edificio que daba acceso a la parte trasera y echó a caminar hacia allí, a paso ligero. Yo, a su vez, corrí hacia la biblioteca en cuanto lo perdí de vista.

No vi a Sergio en el butacón donde se había sentado, pero no fue eso lo que me aceleró el pulso. A través de la ventana vi a Guille aparecer en el jardín trasero, tal como esperaba, pero también vi a Sergio, parado en mitad de aquel espacio, impávido mientras Guille avanzaba furioso hacia él.

Salí a la carrera de la biblioteca, empujado por un impulso instintivo. Mientras rodeaba el edificio, no podía dejar de visualizar la catástrofe hacia la que me dirigía a toda velocidad: la primera vez que me iba a meter en una pelea, con Guille en el bando contrario y sin ningún plan del que echar mano.

Cuando llegué, todo había sucedido ya. A primera vista, aquel descuidado jardín trasero estaba desierto. Según avanzaba, percibí un bulto que se incorporaba desde el suelo, irguiéndose lentamente sobre la superficie de la hierba alta. Era Sergio, a quien tendí la mano para rescatarlo de la maleza. A Guille no lo vi por ninguna parte, la única evidencia de que había estado allí era la fuga de sangre en los labios que Sergio trataba de limpiarse con la manga de su camiseta.

—Se acabó. Le dije que ya no iba a quedarme de brazos cruzados, que si me hacía algo yo también podría hacer algo. Me dio un puñetazo y se fue. Pero sé que no lo disfrutó, ¿sabes? Nada de esto le ha parecido divertido —dijo Sergio.

Acompañé a Sergio al servicio, para ayudarle con la limpieza, mientras mis sentimientos hacia él se debatían entre el enfado por haberme utilizado como un pelele en su plan y la admiración por haberse enfrentado a Guille hasta las últimas consecuencias.

En lo que restó de ese curso, las clases del profesor Ramón siguieron siendo insoportables: yo seguí luchando contra la somnolencia, Sergio insistía en prestar atención, juegos varios por parte de los demás, lecturas alternativas al libro de texto por un lado, conversaciones en lenguaje de señas por otro lado (la pasividad del profesor lo toleraba casi todo) y Guille continuó improvisando diversiones estúpidas como encestar gomas de borrar en mochilas ajenas o estrellar aviones de papel contra otros pupitres, cualquier estupidez que se le ocurriese, excepto tirar con cerbatana a Sergio. Eso ya nunca lo volvió a hacer.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.