
La ausencia de aquel estruendo en el cielo lo arrancó del sueño.
Desde que se había detenido la actividad en el aeropuerto le resultaba más difícil dormir.
Vivir a cien metros de la pista de aterrizaje había moldeado algo en su interior para tolerar las turbulencias sonoras de los constantes despegues y aterrizajes. Se había adaptado tanto a esa supuesta inconveniencia que las primeras noches tras el comienzo de las obras de remodelación de la pista no había podido dormir. Ese bramido inclemente de aviones que subían y bajaban se había convertido en una nana, y su ausencia le provocaba desvelos.
Pensó que era paradójico que estuviese solo. Precisamente él, que no se había mudado pese al constante ruido, era el único habitante que quedaba ahora en un pueblo que aparentemente se había sumergido en el silencio.
Todos los vecinos que se habían marchado, espantados por los incesantes aullidos de aeronaves, hubiesen agradecido el paisaje sonoro que se había adueñado ahora del lugar.
Pero lo cierto es que no era un silencio total. En cuanto resultó evidente que no había sonidos procedentes de la actividad aeronáutica, comenzaron a emerger otros que habían estado esperando una ocasión para hacerse notar.
Nunca había prestado atención al murmullo que hacía el agua del pequeño arroyo deslizándose sobre los cantos rodados, justo donde el jardín de su casa terminaba. También descubrió allí, a escasos metros de la valla que separaba su jardín del bosque, un coro anteriormente inadvertido de trinos, gorjeos, rechinidos, silbidos, chillidos, croares, ululatos y gruñidos.
Había vida bajo la tiranía acústica de las máquinas voladoras. Había insectos, había roedores, había pájaros, jabalíes, zorros, ranas y búhos. Y además estaba él, único representante humano de la fauna local.
Se sentía henchido de una energía perdida. Retomó el hábito de cortar madera con el hacha, le traía una reminiscencia a sangre y sudor, la satisfacción de una pulsión casi ancestral: domar las inclemencias del entorno, recorrer el espacio que dista entre la hostilidad y la paz. En pocos días repobló el almacén de leña que cubría el fondo del cobertizo y que había estado bajo mínimos durante meses.
Pronto se acostumbró a esos nuevos sonidos que habían ido surgiendo tras silenciarse el aeropuerto, aunque en realidad no eran nuevos sino que hasta ese momento habían sido enmascarados por el ronquido informe y sombrío de los aviones.
Cada vez que una nueva fuente sonora captaba su atención, se focalizaba en ella con genuina fascinación. Tras un tiempo, ese estímulo se asentaba en su percepción y entonces otros nuevos comenzaban a destacar, espoleando de nuevo su sentido de la curiosidad.
Cuando hubo asimilado por completo las sonoridades que procedían del bosque, su oído comenzó a percibir ecos amortiguados de algo que se deslizaba bajo tierra. El runrún procedía de un lugar cercano, intuyó que de algún punto bajo el suelo de su propio jardín. Cada día se hacía más nítida esa matraca machacona. Crecía en intensidad y repugnancia.
Una noche se despertó con ese quejumbroso sonido subterráneo horadándole el oído y no pudo soportarlo más. Salió al jardín arrastrando la pala, con la fijación de desenterrar el enigma. Cavó durante horas sin someterse a la fatiga. Extrajo capas de tierra blanda, extrajo rocas y raíces hasta que, ya cerca del día, el filo de la pala dio con algo que no era ni roca ni madera.
La primera claridad del alba reveló los contornos inconfundibles de unos restos óseos. Al fondo de la fosa que había abierto, cientos de huesos humanos estaban revueltos y apilados unos sobre otros. Contó tantas calaveras como habitantes había tenido el pueblo, todas ellas atravesadas por hendiduras que encajaban con el tipo de abertura que podría haber provocado el golpe de su hacha.
Entonces, el velo de su memoria cayó y recordó los actos, atropellados pero limpios: el rugido celeste que se le introdujo en la mente, la confusión y la furia desencadenadas, escenas de violencia que le hubiesen resultado inconcebibles si alguien se las hubiese relatado, la calma que sucedió a la masacre, y la ocultación bajo tierra de todo el desastre. Eran recuerdos que en ese mismo instante percibió nítidos, como burbujas de aire emergiendo de las profundidades de un lago transparente; pero que sin embargo no duraron mucho, estallaron nada más alcanzar la superficie, porque ese mismo día fue el último día que el aeropuerto permaneció silencioso.
Los trabajos en la pista de aterrizaje habían terminado y se reanudó de inmediato la actividad aérea. Volvieron los aviones y su sonido retumbante, capaz de envolver su percepción en un manto opaco. Volvió ese arrullo de motores que adormecía su memoria. El regreso de aquel estruendo en el cielo lo sumió de nuevo en el sueño, la placidez y el olvido.