
La opinión que Enriqueta tenía sobre el rey Qadir era tan poco entusiasta como la opinión que podría tener un trazo de tinta acerca de la pluma que lo ha vertido, o la de una gota de lacre sobre el cuño que la ha oprimido para sellar un sobre.
Era un sentir desprovisto de afectos, impasible, propio de quien asiste a la ejecución de un trámite administrativo. Pero ese juicio no estaba relacionado con las preferencias que Enriqueta pudiese tener en política, o en asuntos de estado. Más que cualquier otra cosa, lo que realmente conformaba los cimientos de su parecer era que Qadir, implacable y carismático monarca del reino Albón, era su padre; y ella, lozana y jovial muchacha de dieciséis años, era su hija: la princesa heredera.
El momento de máxima tensión en este lazo que los unía, que acaso era más un lazo burocrático que familiar, fue el anuncio de que el rey Qadir iniciaba la búsqueda de pretendientes para el futuro casamiento de su hija. El pueblo celebró la noticia como si la boda ya se fuese a celebrar al día siguiente. Enriqueta, aunque se sabía una figura respetada y admirada, se sentía desposeída de voluntad, exhibida como una bandera en lo alto de la torre del homenaje; una bandera que, aparentemente, ondea libre al viento, aunque amarrada siempre a un mástil, anclada al castillo como un preso encadenado a su celda.
El criterio dispuesto por el monarca para bendecir al pretendiente, muy aplaudido por el vulgo y la corte, irritó sobremanera a la heredera. Una perla, minúscula, imperfecta aunque valiosa, sería ocultada en algún lugar secreto del reino; y quien lograse encontrarla tendría el derecho de pedir, y al mismo tiempo recibir, la mano de la princesa, quien a su vez era considerada como otra perla, más grande, más perfecta y mucho más valiosa.
La perla minúscula se mostró durante el anuncio público en la plaza de armas, guardada por un destacamento de soldados a los que habían armado más pesadamente que si se fuesen a ir a la guerra. Además, se colgaron reproducciones pictóricas en cada rincón del reino. Y nadie pudo ser ajeno a la presencia y el aspecto de esa perla secreta, ni tampoco al hecho de que encontrarla le daba a uno el derecho de ingresar en la corte.
Discutieron el rey y la princesa, tras ese comunicado público. Enriqueta rechazaba formar parte de esa ridícula iniciativa, rehusaba convertirse poco menos que en una joya que cualquier hombre pudiese poseer. Pero Qadir era inamovible en su postura.
Intentó explicarle a su hija la diferencia entre el relator y la audiencia. El relator, tal como argumentaba Qadir, se otorga el uso prioritario de la palabra, lo cual le confiere una posición de ventaja. Basta con pensar en la imagen de un cuentacuentos: alguien capaz de cautivar el oído de los niños mediante la narración y conseguir que su atención quede a merced de quien les relata la historia. Una vez que el relator ha establecido un marco narrativo, es difícil que el oyente pueda cambiarlo. Narrar es ocupar un espacio de poder. La princesa, según la visión del rey Qadir, pertenecía a un linaje de relatores, y debía por tanto asumir y desempeñar ese rol, debía ejercer ese poder de dominación sobre el oído ajeno, porque de lo contrario pasaría a estar en una posición de desventaja, lo que sería del todo indeseable para alguien de su privilegiada condición. Los reyes relatan y los súbditos escuchan. Incluso cuando los reyes conceden audiencia, y esto sin duda lo practicaba el rey Qadir, nunca se colocan realmente en la posición de simples oyentes, pues siempre se reservan el derecho de aceptar o rechazar el relato que han permitido a alguien exponer. Tienen la potestad de conceder audiencia en ocasiones, pero conservando siempre el don de la iniciativa, sin perder nunca la capacidad de recuperar en cualquier momento su genuino rol de relatores. Los súbditos en cambio, sólo pueden aceptar cualquiera que sea el relato que les hagan llegar, porque no tienen ninguna potestad para cambiar su posición por cuenta propia.
Enriqueta no prestó demasiada atención a lo que decía su padre, le traía sin cuidado todas esas relaciones de poder entre relatores y oyentes si el resumen era que de cualquier modo no iba a tener libertad de elección en lo concerniente a su propio universo sentimental. Sí prestó atención, sin embargo, al bolsillo del jubón de donde su padre sacó la perla, para mostrársela fugazmente durante su perorata, y donde la volvió a guardar antes de darle las buenas noches y dejarla sola en sus aposentos.
Esa misma noche, deslizándose bajo las sombras, Enriqueta se coló en el vestidor del rey y sustrajo la perla. Tomó las ropas de una de sus doncellas, y se dispuso a ejecutar lo que consideraba el plan de su liberación. Notó que, bajo ese atuendo, nadie en la corte reparaba en ella, pues nadie espera de una doncella que tenga que recibir atención, ni que tenga algún discurso que transmitir. Simplemente, se asume que estará dando cuenta de algún mandato de la princesa. Eso le permitió moverse sin que nadie le cuestionase a dónde iba o de dónde venía. Fuera de la corte, sin embargo, sí que percibía miradas expectantes, pues alguien que proviene de la corte, aún siendo una simple doncella, tiene más que contar que cualquiera de los súbditos con los que se cruza en su camino. Aún así, nadie la inquirió acerca de su presencia allí por donde pasase, pues todo el mundo tenía asumido su rol pasivo de oyente ante una figura de la corte.
Se encaminó hacia la orilla del mar Albón, donde hay un pequeño asentamiento de pescadores. Llegó cerca de la hora en la que se solía salir a faenar. Utilizando su posición de miembro de la corte, se subió a una de las embarcaciones más modestas. Estaba tripulada por una sola persona, una anciana que evidenciaba en cada centímetro de su piel la experiencia de toda una vida dedicada a la pesca, a quien informó de que la acompañaría en la travesía de esa jornada. Navegaron mar adentro, hasta que llegaron a uno de los caladeros más fértiles de esas aguas. La princesa esperó mientras la pescadora hacía su faena. Cuando hubo hecho todas las capturas que le permitía su embarcación, la princesa solicitó que le indicase cuál era el pez más anciano de todos los que había capturado. Entonces, sacó de entre sus ropajes de doncella la perla de su compromiso y la introdujo en el pez que la pescadora le había señalado. Después, lo devolvió al agua y esperó a que la silueta del animal se desdibujase por completo en la profundidades del mar.
Enriqueta regresó a la corte convencida de que nadie podría encontrar jamás la perla de su compromiso.
Creía que su maniobra en el mar Albón pondría fin a esa absurda competición de la que ella era el trofeo. Sin embargo, algún tiempo después de su excursión clandestina, su padre le informó de que ya había aparecido el hombre que la tomaría como esposa. Se trataba de Lord Haserfult, un apuesto, influyente y encantador noble que, aunque foráneo, había sido un frecuente visitante del reino por largo tiempo.
Enriqueta lo conocía bien, le parecía un engreído, un charlatán y un del todo detestable especimen. Era incapaz de olvidar la forma en la que la miraba cuando había acudido a alguna de las recepciones ofrecida por su padre tiempo atrás, siendo ella todavía una niña.
Enriqueta exigió saber cómo y dónde había encontrado la perla de su compromiso. El rey Qadir sacó del bolsillo de su jubón una perla idéntica a la que Enriqueta había robado y dijo: “Se la daré yo mismo, tenía esta otra perla guardada en lugar seguro. Obviamente, no es este un asunto que deba dejarse al azar. Como de costumbre, idearemos el relato apropiado para que nuestros cronistas lo difundan. Puede que la haya encontrado en una cueva, o en un desierto hostil. Ya le daremos a la historia la forma más conveniente.”
Esa misma noche, Enriqueta volvió a tomar las ropas de doncella y se encaminó al asentamiento de pescadores en la orilla del mar Albón, adonde llegó cerca de la hora en la que se solía salir a faenar. Había improvisado un nuevo plan de liberación, que ahora consistía en recuperar la perla del mar y dársela a otro hombre, a alguien cualquiera, que pudiese reclamar el hallazgo antes de que lo hiciese el infame Haserfult. Tal como se habían puesto las cosas, cualquiera era mejor que Haserfult. No encontró a la mujer experimentada con la que se había embarcado la vez anterior. Tan solo vio una embarcación, similar en tamaño a la que ya conocía, que estaba siendo aparejada por un chico quizá demasiado joven para el oficio. Pero, apremiada por la urgencia y la falta de alternativas, se subió con él.
No había viento suficiente, de modo que tuvieron que usar los remos para llegar a la zona de pesca. Una vez alcanzaron los caladeros, la princesa esperó a que el joven pescador hiciese su faena. Cuando hubo hecho todas las capturas que le permitía su embarcación, la princesa sacó una pequeña daga y empezó a abrir el pescado.
El joven, escandalizado, le pidió que se detuviese, temiendo que fuese a echar a perder todas las capturas que había hecho. Enriqueta le dijo, sin dejar de hendir la cuchilla en los ejemplares que tenía a su alcance, que lo que estaba haciendo era un mandato de la princesa, que necesitaba encontrar una perla dentro de uno de esos peces, y que nadie más debía saber lo que allí estaba ocurriendo.
El joven pescador permaneció en silencio unos instantes, mientras la princesa proseguía su frenética búsqueda. Entonces, el joven dijo que en realidad sí había alguien más que sabía lo de la perla, que su madre, una pescadora curtida, había visto a una de las doncellas de la corte introducir una perla en uno de los peces que su madre había capturado, y que después lo había devuelto al mar, y que a partir de aquel día su anciana madre había estado saliendo de manera casi enfermiza a la mar para intentar hacerse con esa perla, porque decía que la perla garantizaría el futuro de su hijo, que le solucionaría la vida, y esa idea no la dejaba descansar, y salía a pescar día y noche para encontrar la perla antes de que nadie más pudiese encontrarla, hasta que una noche de tormenta no regresó de su travesía, y dijo que él había salido a la mañana siguiente en su busca, pero sin éxito, pues solo había encontrado los restos de un naufragio y ni rastro de su madre, y le dijo que si ella era la doncella que había echado la perla al mar y que por tanto había provocado la desaparición de su madre, que tuviese el valor de dejar lo que estaba haciendo y mirarle a los ojos.
Enriqueta no había prestado mucha atención al muchacho cuando comenzó a hablar, pero a medida que iba progresando en su discurso se vio ocupando la posición de oyente, rendida al relato, mientras que sentía al pescador como un narrador convencido, exponiendo lo que para él era el único relato posible.
Pausó su actividad con la daga con la intención de dar réplica, pero cuando levantó la vista lo único que pudo percibir fue la pala del remo aproximándose con una rapidez insalvable hacia su cara. Después, el impacto, el dolor y la sangre, el agua engullendo su cuerpo y, finalmente, la oscuridad y el silencio. Otra perla más en las entrañas del mar Albón.