Vana singladura de un aspirante a asceta

Primer plano de un ojo desde el que se desliza una ruidosa lágrima

Farid Sessizu fue un aspirante a asceta que siempre albergó una pulsión irrefrenable dentro de sí: ansiaba apartarse de todo, dejar atrás las fútiles preocupaciones mundanas. Nada le llenaba y concluyó que solo hallaría satisfacción plena habitando el silencio absoluto. El ruido le parecía una enfermedad contagiosa, un virus que le impedía experimentar su propia existencia de forma consciente.

Su primer paso fue abandonar la ciudad. Pero en el campo comprobó que inadvertidos coros de una fauna secreta conquistaban la noche: tampoco ese era lugar para perseguidores de ausencias. Buscó geografías deshabitadas, transitó parajes insólitos, elucubró palacios de soledad. Y acabó por comprender que los elementos naturales son indomables, pero también locuaces.

Se despojó de sus ropas, pues el mínimo rozamiento de los tejidos lo aturdía, tal era el nivel de sofisticación perceptiva que había alcanzado. Domó los mecanismos fisiológicos de su cuerpo hasta el punto de hacer inaudible su huella sonora: comía lo mínimo para que su digestión resultase imperceptible, halló la frecuencia e intensidad que debía tener su respiración para poder hacerlo en completo silencio.

Infatigable, exploró profundidades inhóspitas en busca de espacios inéditos, adentrándose en el corazón insondable de la tierra, donde ni siquiera una partícula de luz puede perturbar la quietud del aire. Allí, descubrió el punto donde se cancelaban todos los efectos y las causas, y experimentó la pureza de la nada. Durante un instante creyó haber atrapado el tipo de paz genuina que había estado persiguiendo tan incansablemente. Pero pronto un sonido inacallable rasgó la utópica armonía: un estrépito de lágrimas deslizándose por sus mejillas. La primera lágrima había sido de felicidad, por haber alcanzado su anhelo último, por haber culminado un viaje de dedicación íntegra. Las siguientes lágrimas, surgidas tras la estridencia producida por la primera, fueron ya de pesar. El estruendo con el que se deslizaban era ensordecedor.

Resolvió que el éxito apenas dura un suspiro, que enseguida se desvanece tras su conquista, y decidió regresar para difundir su hallazgo. Sin embargo, su mensaje nunca fue escuchado.

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