La cura del olvido


La escena, contemplándola desde donde está ella, sentada en la arena, tendría todos los ingredientes para procurarle la paz si no fuera por ese insistente zumbido, poco intenso aunque imposible de obviar, que termina por reflotar un recuerdo sonoro que hasta ese momento había estado sepultado en una región letárgica de su memoria.

En el plano visual, la escena es sedante: la playa semidesierta, dominada por un carrito de bebé aparcado en la arena, con su diminuto ocupante bajo un toldillo, protegido del sol inmisericorde, ajeno al mundo exterior, mientras el resto de su familia (padre, madre y hermanita) se adentra unos pasos en el agua, buscando algo de alivio para la piel candente. 

En el plano sonoro, la reverberación de ese zumbido consigue abrir una brecha a través de la cual el pasado se intrusa. Ese sonido resonante, de procedencia irreconocible, es como aquel otro zumbido que sonaba en el interfono, incansable, en la brumosa cocina de una casa que no recordaba haber olvidado.

La brisa cálida que llega desde el mar vibra contra su piel de una manera que induce la somnolencia del cuerpo, pero el efecto queda del todo ofuscado por ese enervante y aparentemente incombustible zumbido. La familia que se había metido al mar está saliendo ya, quién sabe si porque el contraste térmico entre aire y agua es demasiado extremo, o porque el refresco que proporciona está siendo insatisfactorio. El calor no se está dejando domar. Si ella hubiese tenido a su pequeño bebé allí mismo, lo habría llevado al agua. Hubiese compartido con él la experiencia del refresco. Lo hubiese compartido todo. Pero esa familia de la playa no solo ha decidido privar a su bebé de un baño sosegador sino que, después del breve chapuzón que se han dado ellos, se retiran de la playa dejándose el carrito atrás. Nadie se percata del olvido, ¿cómo es posible que ningún miembro de esa familia se dé cuenta de que su hermanito, o hijito, indefenso y necesitado, no está con ellos? 

Corre tras esa familia, sin pensarlo, abandona el pequeño montículo de arena sobre el que se había sentado en actitud contemplativa y actúa por impulso: corre tras ellos antes de que se alejen más. Consigue darles alcance poco antes de que le falte el aire. La familia se detiene y, mientras ella toma aliento, la observan como si fuese una excéntrica, alguien fuera de toda convención. Les dice que se han olvidado su carrito, que su bebé está dentro y que se lo han olvidado. Ellos se intercambian miradas inquisitivas, como si no entendiesen bien lo que les acaba de decir o se lo hubiese dicho en otro idioma. Tras digerir el instante de duda, la familia asegura que ese carrito no les pertenece, que de hecho la habían visto precisamente a ella pasear ese carrito por la arena poco antes, y que creían que el carrito y el bebé eran por tanto de ella.

Ahora es ella quien duda si ha escuchado bien lo que le acaban de revelar. El zumbido se ha elevado hasta casi resultar ya inaguantable y puede ser que ese sonido horripilante haya distorsionado la capacidad de percepción de su oído. Pero los miembros de la familia no parecen estar percibiendo sonido alguno y, tras asumir que ya han cumplido con lo que se les había requerido, simplemente se encogen de hombros y se van.

Entonces, con pasos tan cortos que sus pies nunca llegan a desenterrarse de todo, regresa hasta donde está el carrito, mientras fracasa en su intento de recordar si había visto antes ese carrito en alguna otra parte o de qué manera había llegado ella misma a aquella playa. ¿Es posible que sea su propio bebé quien se encuentre dentro? Antes de que pueda asomarse al interior del carrito para comprobarlo, nota que alguien le tira de la pierna. Es un niño que parece haber brotado súbitamente de la arena. Va envuelto en un bañador de una talla tan por encima de la suya que ha tenido que atarse el cordón de la cintura con doble vuelta. Le tiende una prenda mientras dice algo que el zumbido le impide escuchar. Ella tarda en darse cuenta de que le está ofreciendo su propia chaqueta, que había dejado abandonada en la arena cuando instantes antes, alarmada, había salido en persecución de la familia.

Cuando toma la chaqueta, y tras haber desaparecido el niño igual de sigiloso que había surgido, se percata de que hay un bulto entre la tela. Tras hurgar en el bolsillo saca un bote transparente que contiene unas extrañas píldoras bicolores.

El zumbido es ya ensordecedor, y ahora incluso los pocos bañistas que pasean por la playa parecen reaccionar al sonido: todas sus cabezas viran en la misma dirección, hacia el lugar de donde procede aquello que ya nadie puede ignorar. Descubre que hay allí un vehículo, en el borde del arenal, equipado con luces giratorias y una potente sirena. Varias personas que han salido del vehículo se dirigen a toda prisa en su dirección, gesticulantes, aparentemente armando un estrépito que ella nunca llega a percibir, pues toda esa supuesta agitación queda reducida a silencio en comparación con el implacable zumbido de la sirena. Avanza en primer lugar una mujer con el rostro arrasado de lágrimas que pasa corriendo a su lado, ignorándola, y se para junto al carrito y saca al bebé y lo abraza entre sollozos. En ese breve lapso de tiempo, la mirada de esa mujer es inicialmente suplicante, aliviada después, para terminar siendo una combinación intimidante de reproche, terror y odio; mirada que finalmente va dirigida, ahora sí, indisimuladamente, hacia ella.

A continuación, llegan dos hombres que se habían rezagado en la carrera desde el vehículo. Estos no la ignoran en absoluto, sino que se abalanzan sobre ella sin que medie ningún prolegómeno, y la inmovilizan agarrándola de los brazos. Van vestidos de blanco y uno de ellos le arrebata el bote con las píldoras. Tras inspeccionar su contenido, extrae una, mitad blanca mitad roja, y se la obliga a tomar. Ella nota enseguida que esa pócima que le han hecho ingerir activa algo en su interior. Escenas que no recordaba hasta ese momento surgen de pronto vigorosas, y se le agolpan como fogonazos en su mente. 

Recuerda por qué sonaba el timbre en aquella brumosa cocina de una casa que creía olvidada. Su antigua casa, a la que acudieron unos hombres, también de blanco, que se llevaron a su bebé para que, según declararon, alguien pudiese cuidar de él ya que ella era incapaz de garantizar su crianza. Recuerda que a ella también se la llevaron por la fuerza a una institución, donde la despojaron de su ropa y le pusieron la misma que al resto de internos. Recuerda las pastillas, tres al día, pastillas que le impedían olvidarse de todo,  de todo lo malo que le había ocurrido, una poción que no le permitía huir, ni seguir hacia adelante. Recuerda que consiguió dejar de tomarlas durante unos días, y que gracias a esa treta pudo escaparse de la institución aprovechándose también de un descuido del personal.

Recuerda, durante su huída, haberse cruzado con la mujer que ahora, en la playa, sostiene al bebé en brazos. Se la encontró cuando empujaba el carrito por un parque, y revive la impresión que le causó comprobar lo mucho que se parecía ese bebé del carrito al suyo, al bebé que le habían arrebatado los hombres de blanco para llevárselo a un lugar que nunca le revelaron. Y rememora esa placentera sensación de incredulidad: encontrarse con un bebé tan parecido al suyo que resultaba difícil creer que no fuese el mismo. Recuerda haber aprovechado la distracción momentánea causada por una inesperada ráfaga de viento, que hizo volar el pañuelo que la mujer llevaba al cuello, provocándole la reacción inmediata de correr tras ese pañuelo suyo y, en ese empeño, alejarse del carrito lo suficiente como para que ella, con la imagen de su bebé flotando ante los ojos, se pudiese apoderar de él y emprender una huída que ya solo discurriría por calles de sentido único. 

Y recuerda haber llegado a la playa empujando el carrito, y haber caminado sobre la arena en completa paz, con la sensación de que nada malo podía ocurrir, arrullada en un cálido abrazo de silencio. Y después ya no recuerda nada más. Sin el efecto de las píldoras, en algún momento su mente se vació y se desconectó de todo. 

Y ahora, mientras se la llevan hacia el vehículo, a la fuente de ese zumbido inextinguible, con el ardor que provoca el afloramiento de todos esos recuerdos recorriéndola por dentro, de vuelta a la institución, a las pastillas y a la ropa uniforme, lo único que desea es poder alcanzar de nuevo algún momento de silencio, una cura de olvido. Anhela que se presente una nueva oportunidad de huir, que llegue ese momento en el que todo se pueda apagar otra vez.

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